QUIERO SER OCEANÓGRAFO (MAX)

 

 

Es la profesión actual más se parece a los grandes exploradores de la historia. La superficie del planeta la tenemos bastante bien conocida, especialmente gracias a los satélites no quedan territorios ocultos, ni zonas del mapa difuminadas… pero el océano es mucho más que una capa superficial. Es un mundo tridimensional con toda su complejidad. En tierra somos capaces de diferenciar con facilidad el bosque mediterráneo, los desiertos, la sabana, la selva, los bosques de coníferas… En el mar, las diferencias son más sutiles, pero a las escala de los organismos más abundantes de la tierra (el plancton, especialmente el famoso Prochlorococcus), son comparables a los grandes ambientes de las tierras emergidas. En el océano, le llamamos masas de agua a esos ambientes.

Una masa de agua es un volumen de agua que tiene unas determinadas características. Una vez esa cantidad de agua se separa de la superficie (porque se hunde o porque otra masa de agua más ligera la aísla de la atmósfera) tiene dos propiedades invariables a lo largo de su recorrido en las profundidades: la temperatura y la salinidad. Esas dos propiedades sólo cambiarían por la mezcla con otra masa de agua. Pero la diferencia de densidad hace imposible esa mezcla (¿habéis conseguido mezclar aceite con agua sin añadir energía externa?).

Esa masa de agua, tiene diluidas varias cosas, como carbono, oxígeno, nutrientes, etc… pero estas concentraciones sí que son variables, ya que en esa masa de agua hay organismos que viven, consumen el oxígeno y la materia orgánica disuelta, y la transforman en carbono, y nutrientes. Y cuando esas masas de agua se alejan de la zona dónde llega la luz del sol, ningún organismo fotosintético puede transformar los nutrientes en materia orgánica de nuevo.

Lo más impresionante de todo es poder poner nombre a las masas de agua, ya que podemos conocer su origen. Por ejemplo, en medio del atlántico me hace mucha ilusión que a unos mil metros de profundidad se encuentre una agua relativamente cálida, y muy salada. Se trata del agua Mediterránea, y le llamamos así porque es el agua que sale por la parte profunda del estrecho de Gibraltar. Pero también nos encontramos con agua del Labrador, o agua antártica, todas bien estratificadas en función de su densidad.

Y lo más emocionante de eso es explorarlo. Cómo su particularidad no se puede percibir con el esquema visual al que estamos acostumbrados, debemos usar aparatos, reacciones, sensores, etc. que nos desvelen lo que tiene o lo que no tiene el agua que nos interesa.

Por ejemplo, mientras escribo estas líneas el autoanalizador (un aparato que de “auto” tiene poco porque hay que estarle bastante encima) está absorbiendo las muestras de agua que recogí de la última roseta, le inyecta los reactivos adecuados, y me está dando el dato que me sirve para calcular la concentración de nutrientes. En nuestro caso lo tenemos preparado para que pueda medir nitrato, fosfato y silicato. Y con esas concentraciones podemos sacar muchísima información. Sería como seguir rastros en un bosque inexplorado…

Es por eso, que la profesión de oceanógrafo me apasiona tanto. Se encuentra entre el límite de la ciencia y la exploración. Igual que hace siglos barcos como el Challenger, el Beaggle, o tantos otros buques que navegaron por los mares buscando continentes, islas, o cualquier cosa admirable por un naturalista, ahora lo hacemos nosotros, navegamos, y en vez de dibujar lo que no podemos ver, los analizamos y lo transformamos en datos con la finalidad de explicar cómo se organiza y organizaba el ecosistema.

 

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